
Eran las cinco de la mañana del día dos cuando Julio (el asistente del viaje) se avocaba a despertar a todos los viajeros, con un canto particular que invitada a unirse a aquellos que abrían los ojos para un nuevo día; yo como desconocía su lengua y la razón me limité simplemente a ver y tomar algunas fotos de referencia. Luego de esto, el asistente tuvo la amabilidad de servirme un poco de café mientras yo contemplaba la sabana, la selva, nuestra tierra virgen entre colores verdes, naranjas, marrones y respirando el mejor aire que el planeta puede brindar, el puro.
Sin más que un pito, Julio me apresura, “hay que visitarla” dijo, el monte Roraima. Casi me desvanezco cuando lo escuché, sólo imaginar estar frente a tal creación de la naturaleza me achica. Me preparé, estuve lista en catorce punto tres minutos, tan emocionada como una niña en un parque de diversiones, mi sonrisa se perdía en la inmensidad de la jungla verde.
Me explicaron que este día sería el más fuerte, todo el día sería de caminata, cruzaríamos el río Tek y el kukenan para finalmente descansar en la base de la maravilla, hija de tres países. A medida que pasaba el tiempo conversaba con nuestro guía, que poco a poco me explicaba las aldeas que pasamos. De repente una ola de pánico entró en el grupo, estábamos siendo emboscados, nos seguían; me sentí en una película, en cualquier momento llegará el eslabón perdido y dominará a las fieras que nos quieren atacar. Pero en vez de ser atacados fuimos recibimos por una tribu que nos regalaba flores mientras bailaban, cantaban y con pintura natural nos hacían pictogramas en el rostro.
Era la bienvenida al principio de esta majestuosa experiencia, como buena caraqueña estoy acostumbrada al caos y caigo en paranoia, olvidaba que esta selva era de verdad y no estaba caminando en la de concreto, debía dejarme sumergir por la dulzura e imponencia de la naturaleza.
Bailamos con ellos, cantamos y caminaron con nosotros gustosamente, Julio me explicaba que ellos pertenecían a la tribu de los Yanomamis y que sólo ellos realizaban este tipo de rituales a los turistas para que dejaran su espíritu calculador, estafador e insensato atrás y pudiesen tomar con plenitud este viaje, ellos no consideran que los citadinos somos puros y por eso se realiza el ritual de bienvenida.
Entre la conversación y la larga caminata me quedaba sin aire, mi vista sólo divisaba piedras, lodo, tierra y mis zapatos yendo y viniendo; me sentía vencida. Pero justo en ese momento donde iba dejar caer mi morral comenzaron a aplaudir, subí la mirada y ahí se encontraba a los lejos la pureza, lo único hecho vida, el pensamiento hecho fotografía. Quedé atónita, me detuve, cerraba y abría los ojos de forma escéptica, no podía creerlo. Comencé a reírme, corrí sin aliento quería llegar ya, sentirme la más imponente de las mujeres al estar en la cima de tan exquisita obra natural.
Recordé que faltaba 1 día más para llegar a la cima, desaceleré el paso. Llegamos a la base, acampamos, hacían unos quince grados centígrados. Poco a poco por mi chaqueta se colaba el aire y me hacía esclava del clima. Decidí entrar en mi carpa, pero no logré estar mucho tiempo adentro, el atardecer era indescriptible, el cielo sin timidez, mostraba sus naranjas, rosados, morados y la luna develaba su temprana llegada.
Dieron las ocho de la noche, un cielo estrellado fue mi sábana y mi óleo en blanco de sueños.
Doce horas más tardes, estaba lista y desayunada, totalmente activa para culminar mi misión. Comenzamos, 4 horas de caminata entre más selva, los Yanomamis se despidieron de nosotros y nos hicieron otros pictogramas para no olvidar nuestra naturaleza pura y sabia. Llegamos a la mitad del camino, la sabana se veía domable, pequeña, pulverizable, cada paso me hacía más fuerte.
Seguimos nuestro camino, hasta que pise fuerte, no se vislumbraba ninguna subida, lo que teníamos era un inmenso terreno y un frío que doblegaría al más caluroso. La cima, finalmente, el tope de este viaje, respiré profundo mientras abrazaba al aire. Era demasiado tarde para apreciar cualquier detalle, la luz era mínima y el tiempo era nuestro enemigo para armar el campamento. Armado ya, el cansancio se adueñó de mi y mis pensamiento, dibujé en mi gran óleo de sueños una vez más, sólo los cielos de sitios como este te inspiran infinitamente.
Julio, nuestro fiel compañero, tuvo el detalle de sorprenderme, me anunció en secreto que visitaríamos el punto donde esta bella mujer se disputaba por tres nacionalidades, la venezolana, la brasilera y la guyanesa; no lo podía creer, vería lo que siempre me generó curiosidad de niña. ¿Cómo una majestuosidad como esta tiene tres padres, tres territorios y tres grandes guardianes? ¿Tan única es que necesita tanta atención?
Cuando vi la esfinge que identificaba el punto en el que sumergían los tres países sentía unas gotas caer, pensé “no traje el poncho, lo dejé en el campamento” pero no era lluvia, era mis ojos que derramaban la infinita felicidad que sentía, mi rostro dibujaba la sonrisa más pura que había tenido en años.
Es así como describo la experiencia del turismo venezolano, como esta, millones de historias vienen a mi cabeza, cientos de lugares únicos he visitado y lo que siempre comento a mis amigos más cercanos y colegas “quiero conocer mi país primero, sus secretos y encantos; luego iré al extranjero a hacer lo mismo”.
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